Érase una vez... usted, maestra, y su mundo de tintero y banco, pizarra y delantal blanco. Buenos días, por la mañana, nos decíais, en pie entre dos fotografías y una cruz, una oración y una canción y un beso en la mejilla.
Buenos días, maestra... Pero usted nunca supo, maestra, que cuando quería que cantara que tres por una eran tres mis ojillos arañaban francamente las rodillas que púdicamente usted apretaba y apretaba, pero un número no vale lo que una piel rosada. A pesar de que nos hacía ir a la iglesia y me quitaba el regaliz aquél era un mundo pequeño y maravilloso, un mundo de tizas de colores que usted pintaba y usted borraba... Sólo usted, rodeada de curas, le daba la razón de llamarse "niños" a un mundo de cuatro palmos. Y si alguna vez piensa en mí, maestra, que de sus ojillos azules nazca siempre aquella paz que me hacía un poco más dulce la escuela y que no se le haga un nudo en la garganta diciendo: «qué han hecho...», «a dónde han llevado a mi puñado de pequeños...» porque usted no sabía, maestra, que el mundo es siempre el mundo, que el hombre siempre es el hombre, pero no es lo mismo su olor, ¡ay! maestra, que el aire de la calle.