Llegué cuando todo era un campo sin fin
y la cerrada limitaba el jardín
de mi casa como una extensión
de concreto que marcaba un camino
hacia el mundo.
Y cuando o paraba de lloviznar
mi bicicleta junto a las de otros mas
me llevaba y sacaba del lodo
y la calle era todo un océano
que había que cruzar.
Cuando la calle se llenó de muchachos
y los terrenos de casas y cuartos
con gente decente
pero indiferente a la mía
pensaba que un día volvería a ser igual.
Y es que pasó a ser zona residencial
con autos nuevos y calles de asfalto
y a mí me daba nostalgia
mirar mi cerrada
tan quieta y callada
que ahora era lugar de reunión
de un montón de chicos engreídos
que hablaban de un mundo
tan desconocido por mí
que sentí que debía ser así.
Tuve una novia en un verano de sol
me incorporé con la civilización
al amor y a otros simples momentos
que cubren el tiempo del chico mayor,
recuerdo cuando volvía de trabajar
mi casa era una luz en la obscuridad
y a mi cerrada una calle privada
donde podía hundirme en la noche al llegar.
Y entonces me vinieron a buscar
la calle, la noche y lo que hay detrás
bajo este cielo tan triste
que siempre se viste de gris al clarear
y me habitué al ronroneo vagabundo
del tráfico aéreo, a ese rumor callejero
de los autos que exhaustos discurren
y nunca descansan.
La ciudad es una obscura calle eterna
plagada de extraños que pasan de largo
es la estación cerrada de un metro
que no va a ningún lado,
es un lugar solitario.
Por eso a veces pienso en escapar
pero a mi casa la rodeó la ciudad
y a mí me ató para siempre
a sus calles de luz mortecina
que anda en las esquinas.
Hace algún tiempo a mi vuelta
veía a mi cerrada vieja, reservada y tranquila
pero hoy que la he visto bien, no hallé
mas que un callejón sin salida,
un callejón sin salida.