¡Toda vana restricción dejada atrás,
frágil barca! Libero mi anclada mente
y, con viento a la cuadra, antes de
que huya
el favorable de la costa
un nuevo Colón que se ha jurado
encontrar
la tierra del alba.
R. L. Stevenson
También pudiera ser
que huyéramos hacia el azul
con rumbo a un atolón
perdido en los mares del sur,
y allí te construiría
con corales y bambú
una cabaña bajo
un silencioso alud
de blanca luz.
Veríamos junto a las olas
a Daniel Defoe
bebiendo con John Silver
un barril de viejo ron,
a Robert Louis Stevenson
con una leve tos
jugándose a Maureen O'hara
al dominó
con Robinson.
Y el tesoro de la isla
yace bajo algunas rimas
en la cumbre prohibida
de Vaea, en Vailima.
Baroja y Joseph Conrad
raptarían a Melville
para ponerlo a salvo
de la airada Moby Dick;
con Shanti Andía bailaría
un tamouré Lord Jim,
cantado por Jacques Brel
desde su Plat Pays
en Tahití.
Del brazo irían Garfio
y Don Ramón del Valle-Inclán,
colgados de una nube
del Mar de Nunca jamás,
y el feo Bradomín,
católico y sentimental,
daría sus dos brazos
por poder volar
con Peter Pan.
Y el tesoro de la isla...
En la familia Robinson
habría un niño más,
el Pequeño Salvaje
que soñara Marryat;
perdido entre una flor
y una vahiné de Paul Gauguin,
Jonathan Wyss escribiría
con champán:
Felicidad.
En la taberna de Colón
sería carnaval,
Salgari se disfrazaría
de Cápitan Grant,
de carabela, Verne,
de Jack London, Sandokán,
de Yvonne de Carlo, tú,
yo, de lobo de Mar,
o de Simbad.
Y el tesoro de la isla...